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Cuaderno de Bletisama
 

Todos los veranos, la intención de reunir y controlar mi obra en un libro de artista parece condenada al fracaso. Mi perseverancia y firmeza en el proyecto se derrumban en cuanto percibo lo que hago como un trabajo. Durante muchos años he sometido mis vacaciones a una presión y estrés propios de un “postergador”. No es que sintiera la necesidad de tener que terminar algo en el último minuto, es que vivía las vacaciones con una ansiedad casi destructiva. Creía que actuando bajo presión, obtenía un nivel óptimo de trabajo, sin embargo olvidaba que unas vacaciones deben ser tranquilas y despreocupadas.

Quizás por eso, año tras año, mis blocs de viaje acaban enfermos de ansiedad. Parecen manifiestos del desorden y el vértigo. Con el tiempo, aparecen abandonados entre botes de pintura, con excrecencias sórdidas mecánicamente ancladas sobre anotaciones, recados, teléfonos, e-mails e ideas que soy incapaz de descifrar. Imagino que son gigantes excrementos de ácaros y, atacado por el pánico, los tiro a la basura.  (Envidio a esos artistas capaces de terminar sus cuadernos con limpieza y pulcritud, sin un tachón, sin correcciones, sin aparentes cambios de estado de ánimo en su caligrafía. Aunque supongo que también los odio). Mis “Moleskine” no eran más que zurullos estivales (supongo que no han mejorado, pero ahora definen algo más que el concepto de un periodo). Me retratan como persona y defienden como artista.

A veces, cuando miró hacia atrás, tengo la impresión de que todo ha sido una gran mentira. Pero casi cuarenta años pintando, experimentando,  tomando riesgos y disfrutando del proceso creativo, en mí opinión, deben definir la personalidad. Heterogénea, pero mía.    

Antes de cumplir los 50 años, tras varias exploraciones oftalmológicas, omito detalles, me diagnosticaron un pseudotumor inflamatorio orbitario con diplopía (visión doble). El ánimo de mi vida encalló en dique seco. Durante el primer año, solo era capaz de sentir una tristeza abrumadora. Nada me hacía feliz. Nada tenía sentido. Aquel “jodido fenómeno morboso” parecía haber venido a mi vida para dar a las formas una luz fúnebre, pero el que empezaba a oler a sombra era yo. ¿Qué podía hacer? Convertirme en la obra ausente del artista ausente que cuenta con el estupor del público ante mis propios ataques de ira. Ira e irritabilidad que solo sentían aquellos que más me querían ¡Joder! Nadie puede imaginar lo capullo que pude llegar a ser durante aquel año. Tuve que asomarme al precipicio, bordearlo e incluso caer, antes de darme cuenta de que no se puede desear algo sin creer en ello, que añadir dificultad a la dificultad, sin ni siquiera ponerme en disposición de descubrir si era capaz o no de pintar, era propio de estúpidos.

Debía estar echando la siesta del caracol cuando cayó en mis manos The Simple and Clear Bamboo Manual, un curioso libro pintado por primera vez por el investigador Jiang Zuifeng como regalo al emperador Quianlong (1711-1799) por su 80 cumpleaños. Este libro se mantuvo en la Ciudad Prohibida (Beijing) hasta 1856, año en que fue impreso por una editorial privada y se convirtió en un libro de texto clásico para el aprendizaje de la pintura de bambú. La versión que conseguí era de Rong Bao Zhai, editor de gran reputación en las artes tradicionales chinas. Estaba realizado en papel de alta calidad, con las imágenes impresas sobre un fondo verde claro. Estas eran claras y nítidas. La sencillez del trazo y la economía tanto de las formas como del color, me resultaban curativas. Descubrí que sobre aquel formato lograba mantener la vista sin distorsiones.

Poco a poco, los días de “no puedo pintar, no puedo leer, no…” se convirtieron en días de descubrimiento e improvisación. De reciclaje.

Este cambio de proceder fue lo mejor que pude hacer. Me había encerrado como un necio en mi propia desgracia creando un ambiente que solo evocaba recuerdos y pensamientos negativos. Pero, ¿cómo conseguir de nuevo la serenidad y la confianza necesarias? No es que precisara saber lo que me vendría bien, eso es algo instintivo. Lo que necesitaba, sencillamente, era reconciliarme con la naturaleza. Debía estar conectado al resto de fuerzas vivas para sentir conciencia y equilibrio.

Con esa idea de aproximarme a la naturaleza, diseñé un plan de trabajo. Lo hice siguiendo mi intuición, sin saber exactamente cómo iba funcionar. ¿Por dónde empecé? Lo primero, fue aceptar y agradecer con franqueza todo lo recibido de la naturaleza. Lo bueno y lo malo, sin conflicto ni culpa. Sin resentimiento, con humildad. El resto, sorprendentemente, surgió solo. Cada paso que daba aportaba por sí mismo una forma de conocimiento, que cobraba mayor valor al sumarse al anterior. Empezaba a haber puntos de coincidencia entre mis antiguos paseos por el libro y los que, con prudencia, hacía ahora por el campo. La naturaleza se convirtió en mi mejor aliada, en mi maestra.

No podía ver con la precisión de años atrás, pero sentía como todo surgía a mi alrededor de una forma natural y espontánea. Parecía comprender lo que no distinguía, con una claridad y precisión de detalles que hasta entonces desconocía.

Ahora, que debo revisar mi obsesión de pintar todos los días, me veo con la misma ilusión que de niño, con un pincel, pintura y papel, igual que cuando empecé. Nada que enjuiciar. Los niños no juzgan. Nada que corregir. Los niños no dudan.

Como dijo Brancusi: “Las cosas no son difíciles de hacer. Lo que es difícil es ponernos en disposición de hacerlas”.

Durante más de un año pinté obras clásicas de sumi-e (literalmente, pintura agua-tinta), hasta obtener un dominio de la técnica, pero encontraba una carencia. Mis obras aún estaban lejos de mis ideales. Las copiaba una y otra vez, las reinterpretaba y finalmente esperaba a que ellas surgieran de forma natural. Trabajaba creando una obra tras otra, hasta que conseguía un trazo seguro, sin vacilaciones, hasta que captaba la esencia del objeto.

La pintura oriental me ha enseñado a generar espacios vacíos. Desde hace años, mi trabajo explora el vacío. Este constituye la capacidad creativa de la mente y se convierte en protagonista de la misma. El papel en blanco abarca el aire y el espacio, sin el cual no podría manifestarse el equilibrio, ritmo y armonía de la composición en lo visible.

A finales de 2011, expuse en el Marrazki parte de los trabajos de ese primer periodo de convalecencia. La mayoría de las obras pintadas en ese tiempo fueron realizadas sobre papeles de origen chino y japonés, pero en el Marrazki mostré obras hechas en papel europeo. Este soporte, más utilizado en acuarela, me permite trabajar la técnica de húmedo sobre húmedo y utilizar el flujo de la tinta para eliminar contornos. De esta manera, la belleza de la obra no reside únicamente en la destreza del trazo. Es importante, pero la agilidad y espontaneidad del movimiento del pincel, la tinta y el agua obligan a utilizar todo el potencial del medio.

Durante el verano de 2011, motivado por una pequeña mejoría, el oftalmólogo consideró la posibilidad de que utilizara gafas para leer. Las gafas envejecieron en el minuto uno, pero, a pesar de todo, cumplí la promesa de tomarme unas vacaciones tranquilas, sin pinceles ni papeles, sin pintura. Compré una tableta digital para estar en contacto con mi hija y para cuando quise darme cuenta, había vuelto a entrar en un bucle creativo. Una vez descargada la primera aplicación de dibujo, mi promesa de no pintar durante aquellas vacaciones cayó en saco roto. A finales de verano, tenía tanto material que el problema que se me planteó fue gestionarlo. Llevar la obra digital a un soporte físico suponía un gran esfuerzo, pero no tan grande como el de devolver al soporte físico un nexo de unión con el mundo digital, con Internet.

Estás “digigrafías” las expuse por primera vez a finales de 2012 y, con motivo de la inauguración de los murales de la Foru Plaza de Orduña, las volví a exponer en el Marrazki, a petición de la oficina de turismo de la ciudad de Orduña. Me invitaron a dar charlas a las visitas guiadas sobre la interacción con la obra. Fue una experiencia muy beneficiosa y constructiva. Para esta segunda exposición, conté con la ayuda un buen amigo, que me escribió la siguiente reseña:

 

CAPTURADOS POR EL ARTE DIGITAL DE LUIS ENCINAR

 

Los cuadros de monstruos y laberintos del reconocido y prolífico artista orduñés Luis Encinar han regresado. Todavía no habíamos borrado de nuestras mejores pesadillas sus últimas creaciones y ya reaparecen en una segunda visita al Marrazki, la taberna hecha imagen (o al revés), creada originalmente por Xosé Boga y el añorado Rafa Robles y que, gracias a Marta Garaio, se ha consolidado como el principal museo interior de arte moderno de la ciudad de Orduña (Bizkaia).

En el transcurso de su prolongado recorrido artístico, Luis Encinar nunca ha temido exponerse a los riesgos que entraña el cruce de cada nueva frontera. Cuando, bajo el título de Digigrafías (obras gráficas realizadas con pioneros procedimientos informáticos), en el verano de 2012 generó y exhibió por vez primera esta serie de imaginería negra de seres monstru-ojos, Luis todavía sufría una acusada dipoplia. Este grave trastorno ocular causante de visión doble en quien lo padece y capaz de aniquilar el ánimo y la habilidad de cualquier artista convencional, en él tuvo el efecto contrario pues, no solo no se rindió a su enfermedad visual, sino que, aliándose con ella, halló un cauce de inspiración de innovadora creatividad. El resultado lo podemos comprobar en esta genialidad interactiva donde los observadores pueden dialogar con el arte y participar en las obras, hasta el punto de estar capacitados para interactuar con ellas y devolver impresiones a través de una transmisión de ida y vuelta.

Originados en tableta digital, el autor nos presenta lienzos tecnológicos plasmados sobre hojas de papel de arroz Hahnemühle, en los que ha incorporado códigos de respuesta rápida destinados a clarificar las enigmáticas distorsiones representadas, si el espectador lo desea. La última gran reinvención de Encinar se adapta con precisión a la era digital actual, al haber establecido la definitiva comunicación integradora entre el artista y el público, mediante el QR como instrumento de comunión creativa basada en internet.

Dentro de estos espacios de mágicas tergiversaciones quizás reconozcamos distintos retratos anónimos o acaso un reflejo inconsciente de identidades de su propio autor. En esta ocasión, nuestras preguntas ante cada lámina sí obtendrán respuestas inmediatas. Bastará con disponer del dispositivo lector adecuado (un teléfono móvil será medium suficiente), para traspasar la barrera física tangible de cada imagen y alcanzar la información en el otro lado, el virtual. Asistimos así a una lograda fusión de tradición y futurismo, una conjugación avanzada de materiales convencionales y soportes tecnológicos de última generación donde el creador nos entrega sus misteriosas deformaciones monstruosas de múltiples ojos y, junto con ellas, los códigos laberínticos que, además de mirarnos, también se dejan mirar.

Ver o no ver. Ver y ser visto. Atrapar a la bestia y ser atrapado por ella. Orduña brinda otra oportunidad para contemplar monstruos goyescos y esperpentos de Valle-Inclán entre las sombras del cibernético túnel subconsciente que soñara Dalí. Luis Encinar sigue demostrando su honda personalidad generadora, su sorprendente visión propia. Su arte, esta vez digital, vuelve a capturar al espectador.

 

 

Chechu Mingo

Mayo de 2013

 

El mismo día en que entraba el verano, Txaro me invitó a pasar unos días con ella en el balneario de Ledesma. El paquete, además de baños termales, hidroterapia, salud, relax, descanso y paseos por la dehesa castellana, incluía dos condiciones innegociables: nada de pinturas y nada de ordenadores. Acepté con un beso.

Innegociable. Que curiosa palabra.

Lo realmente curioso fue llegar al balneario y descubrir que para disfrutar de las duchas nasales, las pulverizaciones faríngeas, los baños de hidromasaje y de burbujas, los chorros, estufas, maniluvio, pediluvio, parafangos, en fin, para todo, era imprescindible una previa prescripción médica. En fin, había que pasar consulta. Dado que no llevábamos informes médicos, una enfermera nos tomó la tensión. La mía estaba por las nubes y la médica, alarmada, me sugirió que fuera al servicio de urgencias de un hospital.

 — ¡De ninguna de las maneras voy a fastidiar las vacaciones a mi mujer! Estoy bien y no me voy a mover de aquí. Habrá alguna explicación. No sé, pánico a las batas blancas, el viaje, la altura, la medicación…

 ― ¿Para qué toma medicación? ― Preguntó con cara de desasosiego.

― No tenía ni idea de que existieran médicos hidrólogos ― dije sorprendido mientras observaba el título de la Complutense de Madrid ―. Mire doctora, llevo unos años, ¿cómo le diría? Soy una especie de cobaya. ¿Ve mi ojo derecho?, pues no sé, he tomado de todo pero creo que estoy muy bien vigilado y…

Después de hablar un rato, la doctora parecía más tranquila. Yo no tanto, pero traté de que no se notara.

― Bueno Luis, podemos hacer una cosa: sigue los consejos que te he dado y después de la siesta, te das una vuelta por la consulta y volvemos a mirar esa tensión. ¡Ah! Y sería mejor que no fume.

Un poco acojonado y consciente de que las palabras no bastaban para restablecer aquel mal comienzo, hice lo que la doctora me había indicado y, mientras Txaro disfrutaba de su primer circuito termal y su sesión de alta frecuencia, yo volví a la consulta médica. La doctora me tomó la presión arterial con el esfigmomanómetro tres veces consecutivas.

— Esto está bastante mejor, pero sigues teniendo la tensión sistólica un poco alta para tu edad. Mi consejo es que en cuanto puedas acudas a tu médico de cabecera, porque seguramente te tendrá que poner algún tratamiento.

― Pero — interrumpí con mi mejor sonrisa —, ¿puedo o no puedo tomar los baños?

― Sí, pero cuídate — indicó alargando la mano para darme una tarjeta en la que me mostró, con el índice de la otra, los tratamientos del circuito termal que me había prescrito —. Esta tarjeta tienes que llevarla contigo siempre que bajes a los baños. En cada zona hay técnicos y auxiliares que te indicarán qué es lo que debes hacer.

― Más bien, qué es lo que no puedo hacer ― precisé después de echar una ojeada a la tarjeta.

— Lo pasarás bien, podrás disfrutar con tu mujer de uno de los complejos termales más grandes de la península. Además — señaló la tarjeta — a ella, también le he desaconsejado como a ti, la sauna y los baños turcos.

— Gracias doctora. De verdad, muchas gracias.

— Deseo que te recuperes del ojo y que lo paséis muy bien. Cuídate y ya sabes, si necesitas algo…

Se despidió con un fuerte apretón de manos y ambos nos deseamos un buen día.

Cuando salí de la consulta, llené mi pipa con un “Old Dublin de Peterson”. Nunca olvidaré aquella fumada relajante y duradera, con el aroma de aquel tabaco “latakiado”, porque fue la última. Paseé descalzo sobre el húmedo césped de las zonas ajardinadas. Había algo intranscendente y oculto en aquel paisaje. No sé si era sencillez, modestia… Los árboles eran majestuosos y, a la vez, no lo eran. Todo invitaba a la relajación y al abandono, no a la inmovilidad. Observé cómo los ancianos paseaban sin prisas, bajo aquellos centenarios árboles. Era como si la evanescencia de la vida me obligara a contemplar mi propio futuro. Sin embargo, sentía un gran alivio al ser consciente de que a todos nos esperaba el mismo destino.

Junto a la farmacia había un bazar donde vendían de todo. Entré a comprar un periódico y salí con un sombrero de paja, diez cuadernillos de cinco hojas de papel de barba y un tintero que parecía haber sobrevivido al tiempo gracias a la inercia. Supongo que esa inocente compra fue el inicio de los “Cuadernos de Bletisama”. Mientras esperaba a Txaro en la habitación, no pude evitar hacer unos garabatos. Cuando llegó, cambiamos impresiones sobre el balneario, sobre la decisión del médico. Bebimos unas cervezas y paseamos hasta entrada la noche.

Todos los días se repetía la misma espera. Juntos hacíamos el circuito termal. Después, ella acudía a un tratamiento de alta frecuencia y a un masajista. Ese tiempo en soledad lo dedicaba a dibujar en la terraza. Había un árbol que casi entraba por la ventana. Creo que fue el segundo día cuando llegó envuelta en su albornoz y, al ver uno de los dibujos, dijo: “¡Qué bonito!”, y añadió: “ya sé que no te gusta tomar el sol, pero, ¿por qué no vienes esta tarde a la piscina? Seguro que allí también puedes pintar. Hay muchas sombras y una terraza muy grande. Con bar y todo”. ¿Había adivinado lo que pensaba? ¿No estaba enfadada?

A partir de aquel día, cualquier cosa que hacía me hacía sentir más animado. Pintaba, ya lo creo que pintaba, pero sin ningún esfuerzo, de una forma lúdica. Estaba de vacaciones con Txaro, estaba por Txaro y disfrutaba de su compañía por encima de todo.

Pasados unos meses, de repente un día tuve el impulso de buscar aquellos dibujos. Estaba con José, un amigo pintor, cuando los encontré en una carpeta. Mientras se los enseñaba, me sentí conmovido. Me veía reflejado en cada una de aquellas imágenes. No era la imagen, propiamente, la que hablaba de mí. Era un recuerdo que solo se puede transmitir con el pensamiento. De nada servían las palabras. En uno de los cuadernillos había una reseña manuscrita, que José, después de declarar lo mucho que le habían gustado los dibujos y lo interesante que sería guardarlos con una buena encuadernación, se empeñó en leer a pesar del mi reticencia.

«Cuando toqué fondo, sentí un coctel de ignominia, culpa, vergüenza, autofobia y misantropía. La sola idea de compañía me crispaba.

Estoy con Txaro, en el balneario de Ledesma y he de confesar que hacía mucho tiempo que no experimentaba una paz tan grande, tanto por su compañía, como al dibujar. Me he sentido conectado con el todo, alcanzando una comprensión de la naturaleza difícil de explicar. Es como si al observar lo que me rodea, la realidad aflorara en su esencia, exenta de lo innecesario. Siento que estoy haciendo y siendo lo que, de alguna manera, se supone que tengo que ser.

Esto mismo había ocurrido en otras ocasiones, pero no de una manera tan insistente. Una obra me lleva a otra. Tengo un entusiasmo inusual y lo más curioso es que lo único que me mueve a realizar esta serie de dibujos es “matar el tiempo”. Dibujo por el placer de dibujar. Por primera vez, después de casi cuarenta años pintando, no existe una razón ni un objetivo para hacerlo, no me mueve una meta ni un fin materialista.

Me veo reflejado en cada uno de estos bocetos. Es como si mi yo, el espacio y el tiempo se hubieran aliado para crear un poema visual. Siento como si el cuadro se estuviera pintando solo. La esencia de las cosas se materializa con una inmediatez, fluidez y espontaneidad que, teniendo en cuenta el estado de mi diplopía, no deja de sorprenderme.

La economía y escasez de medios me ayudan a concentrarme para eliminar las distracciones y, así, explorar el plano intrínseco de la vida, creando una abstracción minimalista de la naturaleza.»

Cuando José acabó de leerlo, me miró y, dándome la espalda como un jugador de baloncesto que protege el balón (supongo que para que no le quitara el papel), dijo riendo: “¡Joder! ¿Qué te habías fumado?”

 

Unos días más tarde, “Cuaderno de Bletisama” empezó a materializarse con unas primeras pruebas de estado, realizadas en diversos papeles y cartones. Los resultados no mostraban de manera fidedigna los matices y el color de la obra original, pero guardaban su esencia. La idea era realizar unos libros seriados, pero con un matiz diferenciador. Seriados por el hecho de ser editados todos con las imágenes realizadas durante mi estancia en el Balneario de Ledesma, y únicos porque todos portarían una obra original, diferente y única.

 

 

dosdeTres

 

 

 

ENCUADERNACIÓN COPTA PARA CUADERNO DE BLETISAMA

 

 

El cosido copto es una técnica ancestral de encuadernación (siglo III-IV a.c.), precursora del codex, formato que tienen los libros hoy en día. Tiene una costura característica en forma de cadenetas que une los cuadernillos a las tapas dejando el hilo a la vista. Es un tipo de encuadernación sin adhesivo, resistente, y que permite una abertura completamente plana del libro, proporcionándole movimiento al lomo.

 

Estos 6 ejemplares están formados por 8 cuadernillos que han sido impresos en digital, y albergan en e l centro un noveno cuadernillo, rojo, unido al lomo por una escartivana que le confiere grosor. Tiene una primera función estética dentro del libro, se encuentra en su corazón, es de uno de los pocos colores que encontramos en él.

 

Y una segunda función protectora, pues salvaguarda un original distinto en cada uno de los 6 ejemplares.

 

Las portadas son de madera que se ha seleccionado buscando naturalidad y estabilidad, se trata de un solo trozo de madera recuperada de un molino en ruinas, no se sabe con certeza su edad pero se encuentra entre 350 y 500 años, se ha datado buscando la edad del edificio del que pertenece.

 

Es una madera en un estado ideal, mantiene sus características organolépticas, y es estable en cuanto a movimiento se refiere, asegurándonos que no va a combar.

 

Se ha lijado y encerado a mano, buscando que su aspecto sea el más natural posible. Y por último se ha grabado con termoimpresión.

 

Todo lo que se ha descrito hasta ahora son las técnicas o procedimientos que se han empleado en la construcción de estos libros.

 

El verdadero valor es el contenido, tanto a nivel emocional como artístico, la encuadernación solo nos ha permitido acompañar al maravilloso trabajo realizado por Luis Encinar, todos los elementos madera, hilo, papel de color… han aparecido de una forma natural, cuando Luis nos cuenta donde y como surge este proyecto poco a poco va tomando forma.

 

Ha sido muy gratificante trabajar en este proyecto.

                                         dosdeTres

 

 

 

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